Ensayo publicado en Minuit n.º 19 (mayo 1976).
Traducción inédita. Traducción: Marcos Gómez
Durante el debate que han provocado las producciones pornográficas, alguien citó esta frase, cuyo autor desconozco: «La pornografía es el erotismo de los demás».
Una fórmula que tenía el mérito de usar con inteligencia dos palabras estúpidas, si no tres. Era un argumento de tolerancia, pero también una crítica a aquellas discriminaciones que hacemos para separar de nosotros lo que después nos jactaremos de «tolerar».
Porque podría ser que el erotismo de los demás no fuese tan diferente del nuestro, en cuanto al espectáculo que ofrece, y que, si despreciamos la «pornografía», sea simplemente porque nos retrata a cara descubierta: cuerpos tristes, habitaciones sórdidas, compromisos escuálidos, gestos torpes, fantasías patéticas. No nos gusta que nuestros coitos tengan una pinta tan pobre en las películas como en nuestra existencia. Las obras eróticas deben ajustarse completamente a nuestras ilusiones, y no ser, en sustancia ni en precio, tan insignificantes como nosotros mismos.
Lo que distingue al erotismo de la pornografía no es, por lo tanto, una diferencia entre nuestra bonita sexualidad y la de los demás, tan repugnante. En realidad, para los valores morales dominantes, toda sexualidad real sigue siendo censurable, fea, bestial, impropia. Nunca somos lo bastante ricos, lo bastante guapos, lo bastante jóvenes, lo bastante adultos, lo bastante virtuosos, lo bastante dotados, lo bastante normales, lo bastante hombres o lo bastante mujeres para tener una sexualidad permisible, respetable, o tan sólo posible.
Éstas son las exigencias que trazan nuestras leyes, nuestros códigos morales, nuestros ideales, nuestras obras maestras, nuestras propias reglas de deseo. No es de extrañar que se apliquen también a los espectáculos. Pero la «pornografía» comete el delito de no idealizar bastante lo que refleja, y que es a pesar de todo, con su abundancia de desnudos y de proezas, un jardín de delicias al lado de nuestra vida real. Aun siendo tan libre y completa como eso, a la sexualidad le seguiría faltando, para que fuera absoluta, ser transfigurada, eternizada, elevada a la altura de las mitologías, embadurnada de análisis, untada de Humanismo, enlustrada con «desalienación» y guarnecida con festones que pasen exactamente por el lugar adecuado. Una redención que hacen, cada uno a su manera, el Amor, el Arte, la Ciencia y la Subversión.
La necesidad de esta redención la han entendido, durante mucho tiempo, los fabricantes americanos de libros y de revistas. Se publicaban textos obscenos, pero cubiertos de una glosa psiquiátrica que los trataba como «documentos». Se acumulaban las fotografías indecentes, pero con la coartada del culturismo o del nudismo, castos niños de la Higiene. Se inundaba el mercado de hombres desnudos fotografiados desde todos los ángulos, pero sólo para proporcionar a los artistas un medio para perfeccionar el pulso sin modelos costosos.
Y gruesos cuadernos de fotos con comentarios ofrecían a los sexólogos aficionados unos dossiers muy vivos sobre la sodomía, la felación, la masturbación, los penes grandes, el erotismo infantil o la sexualidad en grupo. El éxito de estas publicaciones demuestra que los censores US, tocados por la nobleza de intenciones, no tenían muchas ganas de saber si los dibujantes en ciernes utilizaban realmente aquellos desnudos, si las colecciones de enculadas infantiles servían sólo para informar a los educadores y a las madres de familia, o si las vergas hundidas en primer plano en todos los agujeros de la Naturaleza Humana eran examinadas solamente por Investigadores.
Atribuimos estas libertades simplistas a una democracia lo bastante ingenua para, entre otras cosas, haber expulsado a un presidente con el pretexto de que era deshonesto; porque parece ser que el poder, tan malo como el sexo, sólo necesita, como éste, ser angelical para ser tolerable. Una certeza tranquilizadora.
Nuestro país no es víctima de una lógica tan ingenua. En Francia, cuando se defiende la libertad, se hace sobre todo contra aquéllos que quisieran servirse de ella. De ese modo, nos hemos dado cuenta, entre muchas otras cosas, de que antes de liberar la sexualidad habría que educarla de tal forma que ya nadie tuviera una. O que, si permitiéramos la pornografía, sería obviamente necesario que ésta renunciara a desafiar a la moral.
Pero cuando se suprimió la censura descubrimos con indignación que algunas obras censurables aprovechaban la ocasión para aparecer. Esto demuestra que no éramos maduros para la libertad de expresión.
Normalmente, los franceses boicotean de manera espontánea los pseudoproductos que un capitalismo codicioso pretende hacerles consumir. En particular abandonan los cines donde se proyectan esos detritus comerciales a los que llaman «películas para el gran público», relatos idiotizantes que son un insulto para las masas y, por lo tanto, para la dignidad humana, como reiteran enérgicamente desde hace años los señores Marchais, Séguy y Marty*.
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* Georges Marchais, secretario del Partido Comunista Francés; Georges Séguy, secretario de la CGT, un importante sindicato izquierdista; François Marty, arzobispo de París. (N. del T.)
Pero esta vez, unos industriales turbios y ávidos de beneficios han conseguido engañar al Pueblo, atrayendo con un anzuelo de obscenidades que eran demasiado reales. En seguida, millones de padres, de madres y de obreros, con la abuelita de la mano y el bebé en brazos, se han abalanzado a los espectáculos de fornicación sin amor; e hipnotizados, fulminados por tantos horrores, nadie se ha atrevido a reaccionar. Yo ni siquiera he oído a un bebé llorar en las salas, lo cual demuestra hasta qué punto estas imágenes atontan precozmente.
El Estado y las élites protestaron en su lugar, y la libertad fue acondicionada. De entre las películas se definiría una categoría altamente gravada y muy poco distribuida: la que retrataría «el erotismo de los demás», denominados X convenientemente: la pornografía. Nuestro propio erotismo, por supuesto, seguiría disfrutando de toda la libertad de expresión necesaria.
He explicado cómo fueron separados ambos géneros. El erotismo mayoritario, al tener como rasgo principal su belleza, todo fealdad, vulgaridad, necedad, obscenidad sin fundamento, en la representación de la sexualidad, nos advierte de que no se trata de la nuestra, sino de la de los X.
Una medida del todo recomendable. Un poco antes, en efecto, François Mitterrand había sugerido en Le Nouvel Observateur que la pornografía fuera objeto de canales de distribución reservados; porque era realmente demasiado fea, y estaba fabricada, sin ningún tipo de duda, por pornógrafos.
Además, esas representaciones literales de órganos — señalaba — eran infinitamente menos conmovedoras que una cierta caricia de manos en La puerta estrecha. François Mitterrand no especificó si las pililas de Si el grano no muere le conmovieron tanto como las manos de Alissa — unas y otras, con todo, debidamente manoseadas, y cantadas con toda corrección de estilo, por un premio Nobel de literatura —.
En todo caso, esta postura socialista coincide con lo que nuestro gobierno, tan liberal en este caso porque converge con las elecciones de la izquierda, habrá decidido.
Así que ahora, por primera vez en nuestra sociedad, afirmamos que la mediocridad es intolerable, y que hay que proteger de ella institucionalmente a los ciudadanos. Es impensable que algunos industriales lleguen a explotar hasta la concupiscencia humana. Y el negocio se traicionaría a sí mismo si dejara repentinamente de trabajar para nuestra elevación artística y moral.
Desde ahora podemos leer, en el frontón del templo de Eros: No entre aquí nadie si no es genial. Nuestra nación, que tanto parecía odiar, perseguir y condenar el sexo, resulta que, por el contrario, lo admira y lo diviniza tanto que ya no quiere que los miserables tengan contacto con él. Ese bombón, esa sal de la tierra estará, como es justo, reservado para los grandes hombres. Si tienen la bondad de aceptarlo, claro.
Y si sus talentos son muy modestos, su cociente intelectual muy bajo, su pasión por el dinero desmesurada y su vulgaridad inconmensurable, produzca películas familiares, novele el amor conyugal, hágase comentarista político, sea crítico de arte y literatura, ingrese en la Academia, glorifique la guerra, el deporte, el trabajo, la virtud, a la mala gente, el racismo o al Estado: pero los coños, las pollas y los ojetes le están rigurosamente prohibidos; como a todos los oportunistas, los imbéciles, los impostores, los cerdos y los insignificantes que han invadido los demás campos. Eros va a sentirse un poco solo.
A mí, esta exigencia de calidad, de desinterés, de dominio artístico, me parece del todo justificada (sólo debo pensar en las maravillas que produciría en la política, el periodismo o la educación). He visto cómo ponían películas porno que apestaban a diletantismo, hechas deprisa y mal, producidas sin millones ni subvenciones del Estado. Y me he sentido, por supuesto, muy distinto a los X de los que me he ocupado por un instante, y a los que esta nulidad no les molestaba. ¿Qué queda, entonces, en estas películas donde no hay nada más?
Queda, precisamente, algo que las buenas películas no reflejan nunca. Y ya que el universo rebosa de cineastas magníficos, muchos de los cuales denuncian la mediocridad escandalosa de las películas porno, me pregunto por qué ellos, que ruedan tan bien, dejan para los chapuceros los temas eróticos — que sin embargo parecen admirar, ya que no soportan que sean tratados de cualquier manera — en lugar de ponerse ellos mismos a trabajar.
¿Es por la humildad habitual de los genios ante los temas demasiado grandes? ¿O porque la plenitud de su creatividad y la representación de actos sexuales resultan incompatibles? En ese caso, es de admirar la abnegación de los pobres cineastas que, para filmar lo que los demás esconden, no vacilan en comprometer sus posibilidades de adquirir talento.
De hecho, la existencia de obras específicamente «pornográficas» trae a la memoria el comentario que hacía Jean Genet a quien se preguntaba por qué su teatro era obsceno: porque —decía— el otro teatro no lo es. Estamos en una situación paradójica en la que parece concebible, natural, incluso deseable, completar una obra (todas las obras hablan sólo de los hombres y de la vida humana) en la que la sexualidad se reduce a nada — nada más que una zona de silencio hacia la que todo relato se dirige, no obstante, y sobre la cual se detiene —.
Nuestra cultura es el historiógrafo, o más bien el mitólogo, de un hombre asexuado. Devolvedle su sexo: no se dirá que reparáis una carencia, se dirá que vuestra obra tiene un exceso — y es ese exceso, esa «obscenidad», lo que la definirá —. Así pues, el sexo, sus miles de manifestaciones, de sensaciones y de matices, las sutilidades y las lecciones del cual son dignas de la psicología sentimental, no es un componente espontáneo, necesario, presentado de mejor o peor manera (ni siquiera «bajamente»), de nuestra representación del hombre.
Es sólo una especialidad escabrosa, característica de algunos autores, de algunos artistas, de algunos académicos, que hacen existir para ellos solos lo que, fuera de ellos, no tiene ningún derecho de asilo. Cada creador debe decidir si creará «con» o «sin»; es la menor de sus libertades, y si se sabe qué destino cultural espera a aquéllos que crean «con», no hay duda de que eso anima a los futuros genios a no cortar eso.
Tolerar la sexualidad, como decimos hacer, explorarla y entenderla, como fingimos necesitar, sería sin embargo dejar que apareciera en todas partes, que se expresara y se viviera en todas partes, en pocas palabras, hacerla florecer a la luz de la vida social. Y no arrinconarla entre los libros de moda, las tiendas de Pigalle, los matrimonios principescos y las puertas de los váteres.
No es la aparición de obras «eróticas» o de productos «pornográficos» lo que evidencia la libertad en este campo, sino por el contrario la desaparición de los lugares y de los rituales especiales en los que la sexualidad, el placer y el cuerpo han sido encerrados. No es a las revistas porno a las que corresponde reflejar desnudos, orgías, bolleras, folladas de muchachitos, sino a France Dimanche, L’Express, Paris Match, Tintin, Spirou y otras publicaciones humanistas.
No es a los creadores de películas X a los que corresponde retratar la vida sexual, sino a los cineastas que atraen a las masas, y a las televisiones. No es a los autores «especiales» a los que corresponde descifrar nuestro cuerpo, sino a toda la literatura. En caso contrario, podría decirse que la sexualidad es intolerable, y que debe seguir prisionera de unos pocos maníacos que se obstinan en demostrar que eso existe, y que llenan como pueden ese vacío de nuestra cultura y de nuestras costumbres.
Obviamente, en una sociedad en la que la sexualidad no tuviera «un lugar», sino que recuperara el suyo, la sustancia de lo erótico sería muy diferente de lo que se origina en nuestros guetos — donde se fabrica con resignación ese batiburrillo de ilusiones, de clichés, de sublimidades, de ideas fijas que define nuestro oscurantismo sexual —. Yo no veo más que fotografía obscena que, cuando evita la afectación y los convencionalismos de lo Bello, ya está liberada, tal vez por inferioridad, de los estereotipos que, desde lo alto del Erotismo hasta lo bajo del porno, crean un retrato trucado de la sexualidad que «querríamos».
¿Pero qué quieren los X? Algunos de ellos han participado, sin reacción, en una cruel experiencia de mise en abyme, que habría deleitado a cualquier vanguardista bien nacido, y que ilustra una paradoja de la pornografía.
Fue la proyección de una muy buena película porno hetero (las condiciones de mercado raramente permiten mezclar los gustos en un mismo producto). Título: Le Sexe qui parle (porque la heroína está afectada de un prodigio tomado de Diderot: al igual que los personajes de Las joyas indiscretas, ella habla con el coño). Dicha película incluía la siguiente escena.
En una sala de cine, unos espectadores corrientes asisten a la proyección de una película porno. De repente, una espectadora, aguijoneada por la película, mete mano a sus vecinos y les saca la picha. Al instante, toda la sala, culos y colas al aire, folla alegremente. En la pantalla, por supuesto. En la otra sala, la de verdad, nadie hacía nada. Estábamos viendo a los pornófilos de la sala filmada. Los que podían pasar al acto. [1]
- [1] Los homosexuales son menos tímidos (pero es un resultado de su estado salvaje). Durante las proyecciones de Histoire d’hommes había desfiles de espectadores que iban de sus localidades a los lavabos, donde flirteaban y que estaban situados, conspicuamente, justo al lado de la pantalla. Es cierto que los maricas no se han esperado hasta hoy para tomar algunos cines populares, y (cuando la última fila, el lavabo o la platea no estaban inundados por golfos o por pasma de paisano) hacer allí lo que ninguna película se atrevía todavía a enseñar.
Se supone que esta escena imaginaria representa la fantasía de los pornófilos. Y, en resumen, los pone contra la pared. Pero es una pared demasiado alta. En un cine porno de verdad (aparte de que a los cines porno les falta todavía más espectadores que sufragios femeninos a la izquierda), ese pasar al acto sería un delito, un suceso que haría acudir los furgones de policía y ocuparía la primera plana de los periódicos.
Legalmente imposible, esta orgía lo es también estética y psicológicamente. Tan corrientes como parecen los falsos espectadores de Le sexe qui parle, han sido elegidos para presentar, una vez sacados de la butaca, unas anatomías favorecedoras, de reflejos rápidos y complacencias inmediatas. Unas características sin relación con el aspecto y el comportamiento sexual de los franceses medios, pornófilos o no.
Vemos que el obstáculo para la orgía no se halla simplemente en el delito que constituiría (delito que los homosexuales cometen aceptando sus riesgos, acostumbrados como están a la pasma hetero). El obstáculo se halla, más bien, en aquellos deseos acomodaticios y en aquellos cuerpos atractivos de los que disponen los personajes de la película, y no los espectadores.
Ventajas indispensables en una película porno, porque ya son la regla en todas las películas y en todas las novelas. Es inconcebible la aversión que inspiran los actores con pichas pequeñas, las actrices celulíticas, los pechos caídos, los pies cuarteados, los coitos de tercera y el débil goteo de corridas exiguas que exhiben algunas películas, «taras» que son, sin embargo, el destino común de la humanidad.
Por supuesto se pude considerar normal (y nada es más asquerosamente normal) que un espectáculo sea atractivo a la vista, que evite por tanto retratarnos a nosotros mismos, y que seleccione muestras humanas lo bastante excepcionales para que la humanidad que no se le parece tenga a bien reconocerse en ellas.
Lamentablemente, este culto a la excepción nos reafirma en la certeza de que somos sexualmente incapaces y, más que hacernos amar más la belleza, nos hace más odiosos a nuestros propios ojos. Y hénos aquí, pobres, estúpidos hombres y mujeres, soñando que un día, quizás, el Guapo o la Guapa redimirán nuestra fealdad — como Dios salva, bajo su miseria, sus babas y sus mocos, a los pobres de espíritu —. Nosotros no somos dignos. Ellos sí. Así que meneémosnosla con la idea de que, el día de mañana, ellos bajarán hasta nuestro estudio kitchenette váter.
Así pues, la pornografía nos recuerda que, para conseguir bellos objetos de deseo, hace falta o bien parecerse a éstos o bien (y ésta es la execrable filosofía de Sade que, en materia de exploración del deseo, sólo habría escenificado los delirios del poder económico sobre el cuerpo de los demás) o bien ser ricos. Los ricos no ven porno (salvo entre ellos, en su casa, y demás). Una puta atractiva, un gigoló sin grandes defectos de fábrica, valen de 200 a 500 francos, y más. Por teléfono, en París, pueden conseguirse muchachitos y muchachitas reclutados por intermediarios, y la cita cuesta exactamente un mes de SMIC**.
- ** Salaire Minimum Interprofessionnel de Croissance: El salario mínimo en Francia. (N. del T.)
Por lo tanto, ¿son los pornófilos la gentuza que, a diferencia de las élites que redactan nuestras leyes, sólo puede permitirse pagar una entrada de cine X?
Los aficionados a la carne fresca que pasan por los tribunales, ¿son culpables sólo de ser insolventes? En los sex shops, los dependientes se quejan de esos clientes innumerables que van a «toquetear» los artículos y nunca compran nada. En ellos encontramos, en efecto, una plebe de tristes voyeurs. Pero alegrémonos de que importen por fin esas bonitas revistas — precintadas con celofán para que no las toqueteen esos deficientes que van a llenarse los ojos sin gastar dinero, al igual que los effarés de Rimbaud olfatean en los respiraderos de las panaderías nocturnas.
A las chicas, a los chicos y a los travestis de la acera de al lado la gente se los tira por el precio de dos de estas revistas ruinosas. Así que todo queda en dique seco, carne y papel. El negocio es decididamente difícil.
Podemos estar tranquilos: todo pornófilo sin pasta, todo putero sin un duro es un marido virtual, y un futuro papá, ya que el matrimonio es la única solución decente y barata para los problemas de verga. Lo cual demuestra que la industria del sexo incentiva también, a su manera, el Amor Verdadero.
El ejercicio del deseo tiene un código estético y económico sumamente limitado. Este código excluye a la mayoría de hombres y mujeres. Tenemos, además, un código del placer, que asigna a cada sexo un comportamiento determinado y unas aptitudes necesarias. Y este código excluye también a mucha gente. Los dos códigos son reproducidos por el porno y, de manera agravada, por lo Erótico. El aficionado a la pornografía, al igual que el aficionado al erotismo o a las bonitas novelas románticas, está convencido de que la sexualidad ha de tener una «buena forma».
Se considera incapaz de vivirla, y busca ficciones y espectáculos que le retraten el ideal en nombre del cual se halla frustrado. Es un movimiento circular de autoeducación para no hacer el amor.
Aquí se descubre la diferencia entre los actores pornófilos de Le sexe qui parle y los pornófilos clientes. Porque la película no refleja lo que la gente haría si fuera libre, sino por qué, aun siendo libre, no se atrevería a hacer nada.
Sin embargo, este movimiento autorrepresivo depende de la adhesión de cada uno a los valores morales que condenan su derecho al placer. Y esta adhesión es el resultado de la dificultad para hacer el amor con la que nos hemos encontrado desde la infancia. Nadie creería que una anatomía chapucera, una cara sin atractivo, unos órganos genitales humildes o de uso difícil constituyen un hándicap, si la gente más bella y más dotada no nos lo hubiera hecho sentir desde el primer día en que experimentamos deseo. Y este reflejo de exclusión sería rarísimo si no nos hubieran enseñado, a todos, una regla de «reparto sexual» en nombre de la cual, guapos o feos, debemos reservarnos para un trato fructífero, una pareja distinguida que nos convenza finalmente para llegar a un acuerdo sobre nuestro cuerpo.
El rigor de las costumbres, el número ínfimo de situaciones en las que el contacto físico, el placer sexual, o incluso la simple libertad de dirigir la palabra a alguien, están permitidos, empujan a la interiorización culpabilizadora e infeliz de estos valores. Dicho de otra forma, cuanto menos libertad tenemos para hacer el amor, más nos aferramos a los códigos que nos impiden hacerlo. Los que escapan a esta lógica son calificados de viciosos. No hay término medio entre la sumisión a los principios y la transgresión de éstos.
O más bien, el término medio son las soluciones comerciales. Cuando se paga por ver porno, o por una puta, se está comprando no tanto sexo, como el derecho a disfrutar de éste al margen de las instituciones, pero sin la amenaza de las leyes.
La pornografía es, por lo tanto, un elemento de este sistema. Pero sería ridículo tenerla por responsable de una situación que la precede y la acompaña, que no la necesita para mantenerse y que a la larga puede ser víctima de su presencia.
Es este contexto el que hay que valorar. En realidad, los países que han liberado la pornografía antes que nosotros son muy diferentes de Francia. No porque Francia sea latina: nosotros somos todavía más apagados, crispados y anquilosados que las soñolientas poblaciones escandinavas y, sociológicamente, no somos auténticamente Latinos.
Nuestro catolicismo tampoco es significativo. Cualquier libertino que visite los países más católicos de la tierra — Portugal, España, Italia — descubrirá el paganismo sexual de la juventud popular de estas cristiandades mediterráneas. El catolicismo y sus tabúes imperan muy por encima de la cabeza y de la ingle del «proletariado».
Las prohibiciones, no hace falta decirlo, son conocidas, pero aunque hagan las cosas clandestinas, no pueden hacer nada contra su inexpugnable prosperidad. Así pues, la rigidez moral en Francia es, más bien, una señal del empequeñoburguesamiento de las masas, y evidencia el poder absoluto del régimen disciplinario industrial sobre nuestro comportamiento.
En el Norte, la aparición de la pornografía no ha sido, en todo caso, un fenómeno aislado, sino una consecuencia de las reformas que, desde las leyes, las costumbres, las instituciones, cuestionaban toda la moral sexual. Un cuestionamiento seguido de resultados impresionantes. Las legislaciones actuales de Dinamarca y de Suecia, las tolerancias concretas de los Países Bajos y de algunos Estados americanos, constituyen precedentes únicos en la historia de las civilizaciones. Y lo importante no es tanto la felicidad que estas libertades traerían hoy a aquéllos que las han instaurado, como la sociedad en la que nacerán, a partir de ahora, unos hombres para los que esta nueva moral no será una conquista, sino un dato inmediato, normal y, en suma, invisible, de la existencia.
En Francia, la pornografía ha sido permitida sin que se haya reformado la moral que trasciende, una moral que, por el contrario, nos esforzamos por salvar más enérgicamente que nunca, y que, al lado de las opiniones de una élite de talante liberal pero incapaz de influir en las leyes y los códigos morales, sigue dirigiendo implacablemente la vida privada de las masas. Es este estancamiento el que da su poder (y su extraño estatus de cuestión nacional) a la producción pornográfica en Francia. Porque ésta ofrece una representación, a la vez mítica y saturada de lo concreto, de las libertades que no tenemos.
Así pues, a partir de ahora lo importante sería que pudiéramos conocer esas libertades no como voyeurs. Una experiencia así nos enseñaría, quizás, que el libre ejercicio de la sexualidad conduce a un universo en el que las bellezas burguesas de lo Erótico y los placeres estereotipados del porno son simplistas y anticuados.
Nos toca a nosotros emanciparnos de los clichés y de las ilusiones que nuestro adiestramiento sexual y nuestras frustraciones han producido. La expresión de la sexualidad no tiene por qué ser bonita o fea, elaborada o inculta, genial o idiota, sino que ha de convertirse en el libre discurso del deseo auténticamente experimentado, y no ya la escenificación del erotismo con el que soñamos cuando nos privan del derecho a experimentar ninguno.